Hola, Qué taaaal??? Espero que disfruteis leyendo este blog y que seáis vosotros los que me conteis a mi, cosas inesperadas.

Saludos!!


martes, 21 de diciembre de 2010

OTRA NAVIDAD

...llega la navidad.
El celofán estaba intacto, tan terso, tan brillante como si lu hubieran colocado ayer sobre las figuras de mazapán. Los polvorones protegidos por papel blanco, los mantecados alineados por los colores de sus envoltorios, los bombones de coco en su elegante abrigo dorado, los de licor en otro más llamativo o más vulgar, según se mire, rojo metalizado; brillaban a la luz de la cocina con una tenacidad desesperada, como si no se resignaran a su caducidad. La caja era rectangular, grande, y tenía demasiado cartón, porque un doble fondo de plástico dividía cada dulce en su correspondiente compartimento, esto reducía en un alto porcentaje el contenido que prometía su tamaño. A pesar de todo, era una de las grandes y Julia la encontró exactamente en su sitio, donde debía estar, en el armario de los productor culinarios inclasificables, entre un bote de pimienta y unos sobres de gelatina incolora que debió comprar alguna vez para hacer una tarta que nunca hizo. Ahí estaba, ahí estuvo en enero de este año que termina, y en abril, cuando estalló la primavera. Los calores de junio y la cuesta de septiembre la encontraron en el mismo sitio, y por ella pasó octubre distante y lluvioso, noviembre con sus nieblas y su sol, y otra vez diciembre, frío y destemplado, ruidoso y luminoso, festivo y alegre, pese a todo. Ahí estaba, ahí estuvo, pero ella no la vio. No la había visto hasta hace un par de semanas.
Aquella mañana Julia volvió del supermercado con una bolsa llena de pequeñas dosis de navidad comestible. Todos los años intentaba retrasar al máximo la tantación y esta vez lo había logrado. Papá Noel debía estar apurandose en el gimnasio para poder bajar por las chimeneas cuando se decidió a afrontar los escaparates llenos de mil y una almendras. Siempre es consciente de que compra más de la cuenta, y asume en silencio su incapacidad de elección entre el turrón duro y el blando, entre los polvorones y el mantecado, entre el guirlache y el mazapán. Luego también, como siempre, reparte todas las pruebas de su indecisión en una bandeja, la misma que utilizaba su madre cada Navidad, y con el ánimo un poco maltrecho por esa coincidencia fue a guardar el resto. Entonces la vio, una caja grande, nueva, intacta, envuelta aún en un pelicula de papel trasparente. En uno de los lados tenía un rectángulo blanco, y en él, una fecha impresa con tinta negra, consumir preferentemente antes de noviembre de 2010, decía.
Tardó un buen rato en cogerla, en tocarla, en abrirla. Estaba atónita y asombrosamente triste. Era una simple caja de polvorones, nada más que una caja de polvorones, pero llevaba un año ahí, esperando a que la abrieran y a que la vaciaran, y ni siquiera la habían visto. Parece una tontería. Julia sabe que es una tontería, y sin embargo, en ningún otro momento, ni siquiera cuando sacó la bandeja de su madre para cubrirla de productos como hacía ella, llegó a experimentar una tristeza semejante. Piensa que el tiempo pasa rápido, y tenemos tantas cosas que nos sobran, y tan poca capacidad de controlar lo que sucede a nuestro alrededor , que a veces parece que la vida se concume sola, en el tercer estante de una cocina, en un lugar que vemos sin alcanzar a mirar lo que contiene. Por eso, para el año que empieza, Julia desea lo mejor y, al menos, que cuando haya acabado el invierno, y se haya consumido el verdor de la primavera, y el verano haya cedido su espacio al otoño, y diciembre vuelva a la carga con sus canciones sentimentales y sus luces de colores, no se vuelva a encontrar en ningún armario ninguna caja cerrada, estéril, caducada.

¡¡Feliz Navidad a todos!!


AG

sábado, 11 de diciembre de 2010

AUNQUE ESTÉ ROTA, VIVO

...desde aquí mi sencillo homenaje.



Hoy estaba, pero no estaba. Me faltaban todas mis ganas. Tantas lágrimas en mí, tan cansada y sola en medio de este cruce de caminos. Estuve buscando y buscando, sin embargo no logré encontrar nada y volví a tropezar. Sin fe, sin salida a lo que siento, quise estallar para poder olvidarme de todo.
Hoy estuve sin fuerzas para seguir, tan perdida que mis preguntas no encontraban las respuestas. Me sentía cada vez más chiquitina, chiquitina. Más pequeña que nunca. No pude escapar de estos sentimientos.

Menos mal, que por instantes, en esta mierda de vida, apareces con el sonido de tu risa. Menos mal, que me abrazas para que luego pueda besarte lentamente. Menos mal que estas en mi, conmigo. Menos mal, que en tu puerto puedo descansar. Menos mal, que si naufrago, sé que tu me salvarás. Menos mal que tu me besas para que pueda entregarme por completo. Menos mal que estás en mí. Menos mal que me encontraste. Menos mal que me queda tu puerto para descansar.

Ahora lo sé. Aunque esté rota, si estás conmigo, estoy viva.


Para M.X

lunes, 6 de diciembre de 2010

LAS MEMORIAS DE MATILDE

...vuelve el recuerdo.

Matilde piensa en su vida. Se ha sentado en una mesa, al lado de la ventana, y ha pedido una coca-cola sin cafeína en lugar del café de todas las mañanas. Cuando Matilde renuncia al café es que no tiene un buen día, o que en su paladar resucita la amargura de una vida entera, ese regusto abrasador, polvoriento, que no cede al aparente entusiasmo de un tumulto de burbujas. Matilde se resigna, aparta el vaso, piensa en su vida.

No es una tarea fácil, porque su primera memoria es como un rompecabezas al que le faltan piezas. Ella no tiene recuerdos infantiles de su padre, tampoco de su madre antes de los seis años. Más allá, sólo recuerda a su abuela, que siempre iba vestida de negro en casa, pero se ponía vestidos de colores para llevarle a los comedores del Auxilio Social. Ahora se estremece al recordar aquel luto vetado, sigiloso, secreto, pero entonces le parecía normal. Bastantes problemas tenemos ya, decía su abuela, y ella, que no entendía nada excepto eso, que les sobraban los problemas, ni siquiera se atrevía a preguntar.

Cuando su madre salió de la cárcel no la reconoció. Llevaba tanto tiempo aguardándola, soñando cómo era, mirando sus fotos todas las noches, que creía que su encuentro sería como la escena de una película; pero no pudo evitar que aquella mujer delgada, cansada, mayor, que le cogió en brazos con dificultad y los ojos llenos de lágrimas, le pareciera una extraña. Ocho años después, cuando salió su padre, todo fue más fácil. Ella ya era una mujer y había tenido mucho tiempo, demasiado, para preparar aquel encuentro.

Entonces, Matilde ya sabía que ellos eran comunistas: comunista su madre desde la adolescencia, comunista su padre desde la guerra, comunista su abuelo hasta que lo fusilaron en las tapias del cementerio del Este, comunista su abuela, para quien era peligroso llevar luto por él. Eran comunistas, y por eso ella nunca sabía cuánta gente iba a comer en su casa cada día; ni para quién eran los bizcochos, las rosquillas que las mujeres
hacían al volver de trabajar; ni a quién podía encontrarse durmiendo en su cama a media tarde. Porque eran comunistas, y ser comunista era eso, dar y darse, ayudar, compartir, arriesgarse. Ésa era, al menos, la vida de Matilde.

Si hubieran sido católicos, piensa ahora, los habrían beatificado. Si hubieran sido anarquistas, caerían muy simpáticos. Si hubieran sido fascistas, nadie tendría el mal gusto de recordar su pasado. Si hubieran sido socialistas, habrían sido admirables. Pero eran comunistas, y fueron, y eran, y son, y siguen siendo, y siempre serán culpables. Qué curiosa es la vida, piensa Matilde, y piensa en la suya, y en la de quienes una vez llevaron la misma camisa, la misma boina, el mismo uniforme que los asesinos de su abuelo, y ahora son más inocentes, más comprensibles, menos peligrosos que los cadáveres de sus víctimas. Qué curioso el destino, piensa Matilde, y piensa en su vida, y en la de tantos otros, asesinados, presos, exiliados, arruinados, avasallados por la historia, condenados a llevar sobre la cicatriz eternamente abierta de su memoria el peso de unos crímenes que nunca cometieron. Qué curioso país éste, piensa Matilde, donde el saldo de una vida entera vale menos que un instante de arrepentimiento, y la etiqueta patriótica que sirve hasta para identificar las naranjas, nunca se usa para distinguir a un luchador patriota de un tirano extranjero.

Matilde piensa en su vida, la de una mujer que nunca ha matado a nadie, que no tiene recuerdos de su madre antes de los seis años ni de su padre antes de los catorce, que no conoció a su abuelo ni vio a su abuela de luto por la calle, que nunca sabía cuánta gente iba a comer en su casa ni quién estaría durmiendo en su cama a media tarde; que nunca dudó del nombre, de los apellidos del enemigo, ni de una fe que más les habría valido a todos no tener, y a la que, sin embargo, jamás renunciaron. Ella tenía esperanzas, llevaba muchos años esperando a que alguien contara la otra parte de la historia, la única parte que ella puede contar, la única que vivió, la única que conoce. Dar y darse, ayudar, compartir, arriesgarse, y entrar y salir, y volver a entrar y volver a salir, y pasarse la vida entrando y saliendo de la cárcel. Pero ve la televisión, lee los periódicos, mira los escaparates de las librerías, y aprende, a su edad, que ésa es la parte de la historia que, por lo visto, no le interesa contar a nadie.

Matilde piensa en su vida, en la vida de los comunistas españoles, que nunca tuvieron más poder que el de rendirse, y nunca lo hicieron. Sabe que en otros países las cosas fueron de otra manera, pero esa historia no es la suya. Aunque nadie quiera saberlo.

AG